viernes, junio 27, 2008

A quienes habrán de perder su nombradía

Por Diego Alfaro Palma


Del viento es el pendón pompa ligera
Góngora

Lo primero que debe saber un poeta es que está completamente muerto. Sea un jovencillo de 17 años en Charleville o uno de 60 en Santiago de Chile – o para hacer menos cruel la distancia, en Punta Arenas o en Buenos Aires- ninguno escapará de esta implacable verdad. No es para ponerse a llorar (a menos que sean lo suficientemente sensibles para hacerlo), ni para tomar el primer transporte al cementerio para visitar la propia tumba. No, señores, no se trata de eso; hablo, en fin, de esa necesaria sabiduría, ya mítica, de reconocer que bajo los grandes discursos la honorabilidad del oficio está en ponerse del otro lado de la vida, en el gesto completamente humilde de no esperar absolutamente nada del nocturno acto de la escritura. En ese encogerse nacen las palabras grandes, que no es el encogimiento ante el poder, sino ese paso decisivo, allí donde él no calza con su zapato portentoso, es decir, un paso de la vida a la muerte para devolver en versos –o en prosa- la indicación de lo definitivamente importante en la existencia humana: hablar de hombre a hombre, cara a cara, sobre los minutos que pasan y las sillas que se quiebran.

Para escribir hay que tomarse el tiempo necesario. Ya Lihn lo decía, “lo primero de todo: sentarse y madurar”, nada del otro mundo para los de ceso frío, pero un mandamiento difícil en la sociedad de la imagen y el auto-reconocimiento donde todos, o la gran mayoría, busca adjudicarse esos cinco minutos de fama que le puedan entregar los medios, realizando la pirueta de la semana o lanzando el poema más obsceno de los últimos tres meses para los hambrientos académicos. Ahí habrán de parar: a la mar que es el morir. Para quien yace muerto todo este impecable entretenimiento no ha de parecerle sino un absurdo, un juego de niñitos bobos que rayan papelitos en las discoteques o que se promocionan vía e-mail: patadas en el aire. La poesía se hace con temblor, con la violencia del lápiz, con la garganta áspera y los ojos abiertos a lo eterno que se cuela tras la puerta.

La cosa es escribir como un muerto, de ahí, otro tema, es la actitud que ha de tomar el poeta con su vida, situación que da para idealizar los más hermosos castillos en el aire parisino. Aunque una cosa es cierta: una estética contiene y configura su propia ética. Todo quehacer humano, de una u otra forma, configura en mayor o menor grado el ser del hombre. En el arte, que siempre trabaja y trabajará con lo más importante, esta situación posee connotaciones aún más serias, pues en tiempos como estos, en donde lo más fácil es lanzar un discurso por la borda del ciberespacio o publicar un libro, la consecuencia entre lo escrito y la defensa de aquello es, sin lugar a dudas, lo difícil, el reto último para quien trabaja con el lenguaje, para quien, como decía Andrei Tarkovski, “esculpe en el tiempo”, da forma a una visión subjetiva de la realidad para devolverla a la realidad. Pero más allá de estas consabidas lecciones morales, existe una postura indeclinable: en un tiempo como este, en el que el sistema de capital ha vaciado el significado para “involucrar al sujeto de manera subliminal y libidinal en el nivel de la respuesta visceral en vez de en el de la conciencia reflexiva”, al decir de Terry Eagleton (en “Ideología: una introducción”), el escritor no debe andar con cuentos. El poeta por tanto no puede emular los juegos del consumismo, lo que quiere decir, que como creador no puede quedarse con el mero significante y hacer de él un atrapa polillas. En su función poética, su mensaje, reúne a esos viejos compañeros, significado y significante, para decirnos algo con el oído y con la mente: para acercarnos a otro, para dialogar en distintos tiempos: el de la vida de otro o el de la muerte propia. Por lo tanto, un arte desde la delgada línea de la finitud, no puede sino ser un arte que entra como quehacer en una vida autoconsciente de su propia finalidad, y de esta forma, de sí misma: sabiduría, en otras palabras.

Es cierto, ya estamos en este mundo, y aunque digamos que no hay nada más triste para el lenguaje que el periodismo, la publicidad o la política, sabemos en nuestro interior –en esa pequeña caja musical llamada conciencia- que más triste aún son las caretas de una poesía a mal traer, con ausencia de todo, en especial, de madurez y altura de miras, la existencia de una poesía que no aporta nada a la cotidianidad de un momento como el nuestro que reclama un poco de “oscura inteligencia” como dijo (y nos sigue diciendo) nuestro querido Lihn. Pero este es un llamado para hombres y mujeres inteligentes, no para quienes, que en su afán de derribar bosques, lanzan cinco libros en tres años (siendo de ellos, dos, antologías de los demás), ni para quienes “no conciben otra escritura sino desde el cuerpo”, cosa irremediablemente fáctica por la materialidad del mundo, ni tampoco para los especialistas en fiestas y tribus urbanas, porque el poeta como siempre ha obrado, habla a todos los hombres por igual, no hace distinción de clase ni jerarquías políticas, cosa que bien sabía Bertolt Brecht que escribía para los que iban a venir, para el proletariado y para que el burgués reconociera un cisma entre las clases, para que ambos reconocieran su humanidad dañada.

Se puede escribir de todo, para bien o para mal, pero como decía Gyorgy Lukács “el arte autentico tiende, pues, a ser profundo y abarcante. Se esfuerza por abrazar la vida en su omnilateral totalidad”. Por lo que, en su relación con la vida, el arte no puede sino conformarse a partir de sus propias posibilidades, desde sus límites, desde y hacia el último límite: la muerte. “Todo lo sólido se desvanece en el aire” afirmaba Marx (“El Capital”), al tiempo que Ezra Pound clamaba “todo lo que amas de verdad permanece, el resto es escoria” (Canto LXXXI). El arte de la palabra es memoria de todos los tiempos, interacción de unos con otros como nos enseñaron tantos, lo fugaz y lo eterno en pleno entrecruce, es tradición y talento individual puestos a la palestra de la humildad ante la historia y la defensa del lenguaje, no en su purismo, sino en su sana apertura hacia la verdad, contra la deprecación del ser humano y la injusticia, poesía y prosa de lo cotidiano para hablar al hombre a partir de su realidad, para que el arte, como susurro, comparta con él un sentimiento en común. La fama es un espiral vacío para quien escribe y más vacío aún cuando menos se leen las grandes obras y pequeños templos se erigen desde una carpa de circo.

La muerte nos es igual a todos, he ahí la universalidad a la que debe aspirar el poeta, para cantar en la lengua del amor, el dolor, la desesperación o la felicidad, lengua común a todos los seres. Ese es ya un requisito que despacha a unos cuantos de su nombradía, me refiero a quienes ponen los acentos en los localismo o especialidades, en las marginalidades auto-impuestas, en el periodismo, en las modas vacías, en la falsa exposición de sus veleidades, en la falta de lecturas necesarias, pues no es lo mismo un autor antes o después de Virgilio, Ovidio u Horacio, ni de Baudelaire o Mallarmé, menos aún de Shakespeare o Cervantes. Un autor debe conocer su lengua y la lengua de las motivaciones humanas, debe atreverse a las verdades categóricas o a la absoluta iridiscencia de la incertidumbre, mancharse las manos con sangre, pues escribir significa cometer ciertos crímenes. No se trata de escribir a partir de tal o cual moda teórica para acicalarse contra el académico de mal gusto, ni menos tratar burdamente la pedofilia o la homosexualidad como cuadros esquizofrénicos para figurar en antologías panorámicas del vacío absoluto del canto, ni mucho menos de silabear palabrotas a destajo para creernos los Sex Pistols del siglo XXI, los revolucionarios que nunca leyeron a Catulo.

Es para llorar a fin de cuentas, pero en toda época hay un montón que no se toma en serio su oficio, lo terrible es cuando una generación entera hace oídos sordos; pero mis muchachos, los que leen entre líneas comprenderán, el tiempo nos dará la razón, hay que escribir como muertos para conversar con otros muertos y robarles algunos secretos, brillantes esmeraldas esparcidas sobre la arena. Epígonos o epílogos, qué más da, lo importante es el gran rechazo a los meseros del poder y la fama, pues no hay que tener poquita fe, sino demasiada al momento de escribir, esa fe casi sin esperanza, despojada, para que el poema, como decía Paul Celan, sea un apretón de manos, aquí o en otra parte, siendo cien veces la sombra de las sombras, a tientas, recogiendo las certezas de la violencia auto-crítica y el cansancio de los ojos, con la valentía, a fin de cuentas, de aquellos que no temen a los fantasmas.

miércoles, junio 18, 2008

Esto me enseñaron


Poemas de Bertold Brecht






Recuerdo de María A.

Fue un día del azul septiembre cuando,
bajo la sombra de un ciruelo joven,
tuve a mi pálido amor entre los brazos,
como se tiene a un sueño calmo y dulce.
Y en el hermoso cielo de verano,
sobre nosotros, contemplé una nube.
Era una nube altísima, muy blanca.
Cuando volví a mirarla, ya no estaba.

Pasaron, desde entonces, muchas lunas
navegando despacio por el cielo.
A los ciruelos les llegó la tala.
Me preguntas: «¿Qué fue de aquel amor?»
Debo decirte que ya no lo recuerdo,
y, sin embargo, entiendo lo que dices.
Pero ya no me acuerdo de su cara
y sólo sé que, un día, la besé.

Y hasta el beso lo habría ya olvidado
de no haber sido por aquella nube.
No la he olvidado. No la olvidaré:
era muy blanca y alta, y descendía.

Acaso aún florezcan los ciruelos
y mi amor tenga ahora siete hijos.
Pero la nube sólo floreció un instante:
cuando volví a mirar, ya se había hecho viento.




Esto me enseñaron

Sepárate de tus compañeros en la estación.
Vete de mañana a la ciudad con la chaqueta abrochada,
búscate un alojamiento, y cuando llame a él tu compañero,
no le abras. ¡ Oh, no le abras la puerta!
Al contrario,
borra todas las huellas.

Si encuentras a tus padres en la ciudad de Hamburgo,
o donde sea,
pasa a su lado como un extraño, dobla la esquina, no los
reconozcas.
Baja el ala del sombrero que te regalaron.
No muestres tu cara. ¡Oh, no muestres tu cara!
Al contrario,
borra todas las huellas.

Come toda la carne que puedas. No ahorres.
Entra en todas las casas, cuando llueva, y siéntate
en cualquier silla,
pero no te quedes sentado. Y no te olvides el sombrero.
Hazme caso:
borra todas las huellas.

Lo que digas, no lo digas dos veces.
Si otro dice tu pensamiento, niégalo.
Quien no dio su firma, quien no dejó foto alguna,
quien no estuvo presente, quien no dijo nada,
¿cómo puede ser cogido?
Borra todas las huellas.

Cuando creas que vas a morir, cuídate
de que no te pongan losa sepulcral que traicione donde estás,
con su escritura clara, que te denuncia,
con el año de tu muerte, que te entrega.
Otra vez lo digo:
borra todas las huellas.

(Esto me enseñaron.)

(1926, del Libro de lectura
para los habitantes de las ciudades)





Canción de los poetas líricos
(Cuando, en el primer tercio del siglo xx,
no se pagaba ya nada por las poesías.)


Esto que vais a leer está en verso.
Lo digo porque acaso no sabéis ya lo que es un verso ni un poeta.
En verdad, no os portasteis muy bien con nosotros.

¿No habéis notado nada? ¿Nada tenéis que preguntar?
¿No observasteis que nadie publicaba ya versos?
¿Y sabéis la razón? Os la voy a decir:
Antes, los versos se leían y pagaban.

Nadie paga ya nada por la poesía.
Por eso hoy no se escribe. Los poetas preguntan:
«¿Quién la lee?» Mas también se preguntan:
«¿Quién la paga?»
Si no pagan, no escriben. A tal situación los habéis reducido.
Pero ¿por qué?, se pregunta el poeta. ¿Qué falta he cometido?
¿No hice siempre lo que me exigían los que me pagaban?
¿Acaso no he cumplido mis promesas?
Y oigo decir a los que pintan cuadros

que ya no se compra ninguno. Y los cuadros también
fueron siempre aduladores; hoy yacen en el desván...
¿Qué tenéis contra nosotros? ¿Por qué no queréis pagar?
Leemos que os hacéis cada día más ricos...

¿Acaso no os cantamos, cuando teníamos
el estómago lleno, todo lo que disfrutabais en la tierra?
Así lo disfrutabais otra vez: la carne de vuestras mujeres,
la melancolía del otoño, el arroyo, sus aguas bajo la luna...

Y el dulzor de vuestras frutas. El rumor de la hoja al caer.
Y de nuevo la carne de vuestras mujeres. Y lo invisible
sobre vosotros. Y hasta el recuerdo del polvo
en que os habéis de transformar al final.

Pero no es sólo esto lo que pagabais gustosos. Lo que
escribíamos
sobre aquellos que no se sientan como vosotros en sillas de oro,
también nos lo pagabais siempre. ¡Cuántas lágrimas
enjugamos!
¡Cuántas veces consolamos a quienes vosotros heríais!
Mucho hemos trabajado para vosotros. jamás nos negamos.
Siempre nos sometimos. Lo más que decíamos era « ¡Pagadlo! »
¡Cuántos crímenes hemos cometido así por vosotros!
¡Cuántos crímenes!
¡Y siempre nos conformábamos con las sobras de
vuestra comida!

Ay, ante vuestros carros hundidos en sangre y porquería
nosotros siempre uncimos nuestras grandes palabras.
A vuestro corral de matanzas le llamamos «campo
del honor»,
y «hermanos de labios largos» a vuestros cañones.

En los papeles que pedían impuestos para vosotros
hemos pintado los cuadros más maravillosos.
Y declamando nuestros cantos ardientes
siempre os volvieron a pagar los impuestos.

Hemos estudiado y mezclado las palabras como drogas,
aplicando tan sólo las mejores, las más fuertes.
Quienes las tomaron de nosotros, se las tragaron,
y se entregaron a vuestras manos como corderos.

A vosotros os hemos comparado sólo con aquello que
os placía.
En general, con los que fueron también celebrados
injustamente
por quienes les calificaban de mecenas sin tener nada
caliente en el estómago.
Y furiosamente perseguimos a vuestros enemigos con
poesías como puñales.

¿Por qué, de pronto, dejáis de visitar nuestros mercados?
¡No tardéis tanto en comer! ¡Se nos enfrían las sobras!
¿Por qué no nos hacéis más encargos? ¿Ni un cuadro?
¿Ni una loa siquiera?
¿Es que os creéis agradables tal como sois?

¡Tened cuidado! ¡No podéis prescindir de nosotros!
Ojalá supiéramos cómo atraer
vuestra mirada hacia nosotros!
Creednos, señores: hoy seríamos más baratos.
Pero no podemos regalarles nuestros cuadros y versos.

Cuando empecé a escribir esto que leéis -¿lo estáis
leyendo?¬
me propuse que todos los versos rimaran.
Pero el trabajo me parecía excesivo, lo confieso a disgusto,
y pensé: ¿Quién me lo pagará? Decidí dejarlo.

(1931)




De todos los objetos

De todos los objetos, los que más amo
son los usados.
Las vasijas de cobre con abolladuras y bordes aplastados,
los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera
han sido cogidos por-muchas manos. Éstas son las formas
que me parecen más nobles. Esas losas en torno a viejas casas,
desgastadas de haber sido pisadas tantas veces,
esas losas entre las que crece la hierba, me parecen
objetos felices.

Impregnados del uso de muchos,
a menudo transformados, han ido perfeccionando sus
formas y se han hecho preciosos
porque han sido apreciados muchas veces.

Me gustan incluso los fragmentos de esculturas
con los brazos cortados. Vivieron
también para mí. Cayeron porque fueron trasladadas;
si las derribaron, fue porque no estaban muy altas.
Las construcciones casi en ruinas
parecen todavía proyectos sin acabar,
grandiosos; sus bellas medidas
pueden ya imaginarse, pero aún necesitan
de nuestra comprensión. Y, además,
ya sirvieron, ya fueron superadas incluso. Todas estas cosas me hacen feliz.

(1932)




A los hombres futuros


1
Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.
Es insensata la palabra ingenua. Una frente lisa
revela insensibilidad. El que ríe
es que no ha oído aún la noticia terrible,
aún no le ha llegado.

¡Qué tiempos estos en que
hablar sobre árboles es casi un crimen
porque supone callar sobre tantas alevosías!
Ese hombre que va tranquilamente por la calle,
¿lo encontrarán sus amigos
cuando lo necesiten?

Es cierto que aún me gano la vida.
Pero, creedme, es pura casualidad. Nada
de lo que hago me da derecho a hartarme.
Por casualidad me he librado. (Si mi suerte acabara, estaría
perdido.)
Me dicen: «¡Come y bebe! ¡Goza de lo que tienes!»
Pero ¿cómo puedo comer y beber
si al hambriento le quito lo que como
y mi vaso de agua le hace falta al sediento?
Y, sin embargo, como y bebo.

Me gustaría ser sabio también.
Los viejos libros explican la sabiduría:
apartarse de las luchas del mundo y transcurrir
sin inquietudes nuestro breve tiempo.
Librarse de la violencia,
dar bien por mal,
no satisfacer los deseos y hasta
olvidarlos: tal es la sabiduría.
Pero yo no puedo hacer nada de esto:
verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.

2
Llegué a las ciudades en tiempos del desorden,
cuando el hambre reinaba.
Me mezclé entre los hombres en tiempos de rebeldía
y me rebelé con ellos.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

Mi pan lo comí entre batalla y batalla.
Entre los asesinos dormí.
Hice el amor sin prestarle atención
y contemplé la naturaleza con impaciencia. Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

En mis tiempos, las calles desembocaban en pantanos.
La palabra me traicionaba al verdugo.
Poco podía yo. Y los poderosos
se sentían más tranquilos sin mí. Lo sabía
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

Escasas eran las fuerzas. La meta
estaba muy lejos aún.
Ya se podía ver claramente, aunque para mí
fuera casi inalcanzable.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

3
Vosotros, que surgiréis del marasmo
en el que nosotros nos hemos hundido,
cuando habléis de nuestras debilidades,
pensad también en los tiempos sombríos
de los que os habéis escapado.
Cambiábamos de país como de zapatos
a través de las guerras de clases, y nos desesperábamos
donde sólo había injusticia y nadie se alzaba contra ella.
Y, sin embargo, sabíamos
que también el odio contra la bajeza desfigura la cara.
También la ira contra la injusticia
pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros,
que queríamos preparar el camino para la amabilidad
no pudimos ser amables.
Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos
en que el hombre sea amigo del hombre,
pensad en nosotros
con indulgencia.

(1938)

martes, junio 17, 2008

Las palabras de la vida

Poemas de Salvatore Quasimodo









Y de repente la noche

Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol:
y de repente la noche.

Ed è Subito Sera. Ognuno sta solo sul cuor della terra / trafitto da un raggio di sole: / ed è subito sera.




Basta un día para equilibrar el mundo

La inteligencia la muerte el sueño
niegan la esperanza. En esta noche
en Brasov, en Los Cárpatos, entre árboles
no míos, busco en el tiempo
una mujer de amor. El bochorno quiebra
las hojas de los álamos y yo
me digo palabras que no conozco,
derramo tierras de memoria.
Un jazz oscuro, canciones italianas
pasan volcadas sobre el color de los iris.
En el crujido de las fuentes
se ha perdido tu voz:
basta un día para equilibrar el mundo.

Basta un giorno a equilibrare il mondo. L’intelligenza la morte il sogno / negano la speranza. In questa notte /a Brasov nei Carpazi, fra alberi / non miei cerco nel tempo / una donna d’amore. L’afa spacca / le foglie dei pioppi ed io / mi dico parole che non conosco, / rovescio terre di memoria. / Un jazz buio, canzoni italiane / passano capovolte sul colore degli iris. / Nello scroscio delle fontane / s’è perduta la tua voce: / basta un giorno a equilibrare il mondo.



Tengo flores y de noche invito a los alamos

Mi sombra está sobre otro muro
de hospital. Tengo flores y de noche
invito a los álamos y a los plátanos del parque,
árboles de hojas caídas, no amarillas,
casi blancas. Las monjas irlandesas
no hablan nunca de muerte, parecen
movidas por el viento, no se maravillan
de ser jóvenes y gentiles: un voto
que se libera en las ásperas plegarias.
Me parece que soy un emigrante
que vela encerrado en sus cobijas,
tranquilo, por tierra. Tal vez muero siempre.
Pero escucho gustosamente las palabras de la vida
que jamás he entendido, me detengo
en largas hipótesis. Ciertamente no podré eludir;
seré fiel a la vida y a la muerte
en cuerpo y espíritu
en cada dirección prevista, visible.
A intervalos algo me supera,
ligero, un tiempo paciente,
la absurda diferencia que corre
entre la muerte y la quimera
del latir del corazón.


(Hospital di Sesto S.Giovanni, noviembre de 1965).

Ho fiori e di notte invito i pioppi. La mia ombra è su un altro muro / d’ospedale. Ho fiori e di notte / invito i pioppi e i platani del parco, / alberi di foglie cadute, non gialle, / quasi bianche. Le monache irlandesi / non parlano mai di morte, sembrano / mosse dal vento, non si meravigliano / di essere giovani e gentili: un voto / che si libera nelle preghiere aspre. / Mi sembra di essere un emigrante / che veglia chiuso nelle sue coperte, / tranquillo, per terra. Forse muoio sempre. / Ma ascolto volentieri le parolle della vita / che non ho mai inteso, mi fermo / su lunghe ipotesi. Certo non potró sfuggire; / sarò fedele a la vita e a la morte / nel corpo e nello spirito / in ogni direzione prevista, visibile. / A intervalli qualcosa mi supera / leggero, un tempo paziente, / l’assurda differenza che corre / tra la morte e l’illusione / del battere del cuore. (Ospedale di sesto S.Giovanni, novembre 1965).

domingo, junio 08, 2008

La vida de los otros




La Praga de 1964 fue testigo de una de las conferencias más importantes del siglo XX. Organizado por la revista Flamen, el “Coloquio sobre la noción de decadencia” tenía entre sus invitados al filósofo Jean-Paul Sartre, al pensador marxista Ernst Fischer y al novelista Milán Kundera, entre otras notables figuras. La temática se reducía a entablar una discusión sobre los límites de la estética realista, instaurada y erigida bajo el régimen stalinista como la dirección obligada de todo arte socialista. Luego de arduas exposiciones, los presentes terminaron en la decisiva afirmación de que los aquellos límites eran tan amplios como la realidad misma, y que lecturas como las de Joyce, Proust y Kafka no debían ser simplemente desechadas por un juicio dogmático, que resultó ser tan dañino para la libertad de expresión en el bloque oriental[1].


Lo que en esa larga mesa se deliberó fue una negación categórica ante las formas de control que el totalitarismo ejercía sobre la creación y el pensamiento, bajo una doctrina –que como bien lo han dejado en claro autores como Erich Fromm y Terry Eagleton[2]- tiene por fundamento la defensa de la libertad del hombre mediante la humanización de su quehacer físico e intelectual. La interpretación stalinista del marxismo tocaba fondo por aquellos años; Hungría en 1956 era sometida bajo el poder ruso, como luego en 1968 sería aplacada la insurgencia checoslovaca. El gesto de aquel 1964 fue un grito que irremediablemente desataría la ira de los administradores de la utopía, gesto que ya antes había sido anatemizado en figuras como Suvarin, Pierre Pascal, León Trotsky y sobre todo con la publicación de “Historia y conciencia de clase” de Gyorgy Lukács, uno de los libros más controvertidos por la sovietización de la III Internacional, pero que fue un salto decisivo hacia la conformación de una ontología marxista, que finalmente terminó con la gran respuesta de “Ser y Tiempo” del filósofo alemán Martin Heidegger, la obra capital del siglo recién pasado.


La película “La vida de los otros” entra en la intimidad de esa represión. Situada históricamente en los últimos años de la dominación socialista en la RDA, el poeta y dramaturgo Georg Dreyman representa el sino de muchos artistas –como aunadores de un sentimiento común y profundamente individual- ante las presiones del poder totalitario. Su acción se cristaliza en las palabras de Albert Camus al recibir el Premio Nobel en 1957:


Cualesquiera sean nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestra profesión tendrá siempre sus raíces en dos compromisos difíciles de mantener: negarse a mentir sobre lo que uno sabe y resistirse a la opresión[3].


La negación de la mentira y la resistencia, fueron el eje de las generaciones que cohabitaron a los dos lados de la Cortina de Hierro, el imperativo tanto para quienes estaban bajo el yugo soviético, como también para quienes soportaban la deprecación de la libertad y los valores en la democracia imperialista norteamericana. Hablamos de un periodo del que somos tristes herederos, del cual –heredero también de las prácticas del poder de la dos Guerra Mundiales- demuestra la capacidad de los gobiernos, ya sean democráticos o totalitarios, de modelar una noción de realidad a partir de los Medios de Comunicación, el control de las fuentes de información y el “monopolio de la fuerza física”, al decir de Max Weber. La estabilidad de esas fuerzas yace en lo que la pensadora Hannah Harendt anotó en su obra “Sobre la violencia”, en la que indaga en el uso indiscriminado de esta “ya no como una preparación para la guerra”, sino para justificarse “sobre la base de que más y más disuasión es la mejor garantía de la paz”[4].


Ante eso reclama el arte y el artista, ante el desbanque de su discurso, pues como bien sabe el poder, es él la experiencia más alta de la esencia humana, su defensora y también su más provocadora máscara. Los debacles de Georg Dreyman, Christa-María Sieland y el dramaturgo Albert Jerska, se definen en ese resumen salvaje que hizo Pierre Pascal, el francés que presenció la Revolución de 1917 y el stalinismo en Rusia, en sus diarios:


Los hijos reciben instrucciones de vigilar a los padres. Los sentimientos de generosidad son expulsados por la desdicha de los tiempos: se cuentan en familia los bocados de pan o los gramos de azúcar. La dulzura es considerada vicio. La piedad ha sido aniquilada por la omnipresencia de la muerte. La amistad sólo subsiste como camaradería.[5]


Ante la vigilancia de la Stasi, que maneja todas las formas de vida, un poema de Bertrold Bretch, el poeta más comprometido de la causa marxista, hace que Hauptmann Gerd Weisler, el calvo agente que sigue cada mirada del dramaturgo, detenga su corazón, hasta aquel momento indolente. Las medidas tomadas por esta organización, se centraron preferentemente en la censura de la intelectualidad, que no subsumía sus palabras a la razones de Estado, y reservando para esta, luego de su supresión, el sagrado mandamiento del suicidio como único escape. Los versos de Brecht calan entonces en lo más hondo de un personaje austero e insensible, muestran a través de la figura de las nubes esa verdad insuperable para la raza humana: que todo se desvanece en el tiempo.


“La vida de los otros” es un manifiesto por la libertad, del trabajo agotador del artista “luchando codo a codo con la muerte”, de aquel ser portador del lenguaje en toda su extensión y que no puede ni debe callar ante el abuso y la injusticia. Una película que no hace distinción en su esencia, pues la RDA es todo un siglo XX, con todas sus ideologías totalizantes de la verdad, sea la comunista, la capitalista o la fascista. Es una película para ver hoy, para dejarnos con toda la inquietud de lo que en nuestro mundo ha pasado y sigue pasando, para comprender, en definitiva, las lecturas equívocas a las que el hombre puede llegar en su afán de poder y por los intereses más bajos del egoísmo.


Georg Dreyman es un punto y coma de una carta al nuevo siglo escrita con sangre. Su labor debe llevarlo a exponer su vida hasta las últimas consecuencias, como también lo hará su espía converso, en una tarea que bien comprendió en nuestro país, en 1966, el poeta Enrique Lihn y que me permito citar en toda su extensión para finalizar:


Si se tratara de asumir una misión, yo diría que la poesía actual debiera enfrentar el mundo con un rostro lo suficientemente despejado como para que se reflejaran en él los monstruos que engendra el sueño de la razón, los maniquíes que engendra la duermevela de la inteligencia práctica, futurizando todos los vicios del mundo moderno en imágenes de presumibles catástrofes. Pero no se le puede pedir a nadie que juegue ahora el papel de testigo presencial sin entrar para nada en el baile[6].


Notas:


[1] Passim Varios Autores, Estética y Marxismo, Planeta - De Agostini, Barcelona, 1986.

[2] Vease: Fromm, Erich Marx y su concepto del hombre, FCE, México, 1970 y Eagleton, Terry Marx y la libertad, Grupo Editorial Norma, Santa Fe de Bogota, 1997.

[3] Camus, Albert Al revés y al derecho, Editorial Losada, Buenos Aires, 2004. Pág. 67.

[4] Arendt, Hannah Sobre la violencia, Alianza Editorial, Madrid, 2006. Pág. 10.

[5] Furet, Francois El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, FCE, México, 1995. Pág. 16.

[6] Lihn, Enrique Entrevistas, Editorial J.C. Sáez, Santiago, 2005. Pág. 13.



Bibliografía:

Varios Autores, Estética y Marxismo, Planeta - De Agostini, Barcelona, 1986.
Camus, Albert Al revés y al derecho, Editorial Losada, Buenos Aires, 2004
Arendt, Hannah Sobre la violencia, Alianza Editorial, Madrid, 2006.
Furet, Francois El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, FCE, México, 1995.
Lihn, Enrique Entrevistas, Editorial J.C. Sáez, Santiago, 2005.